
La reciente Ley de eficiencia procesal nace desde una concepción errada del papel que debe jugar la mediación en el sistema de justicia. El error de base de esta ley está en asumir que el objetivo de la mediación es descongestionar los juzgados. No lo es. La mediación no nace para resolver los problemas estructurales del sistema judicial. Eso lo hacen más jueces, más funcionarios, mejores recursos técnicos y una gestión eficiente. ¿Ayuda la mediación a aliviar la carga judicial? Sí, como efecto secundario positivo. Pero convertirla en la última esperanza del sistema, en una barrera obligatoria previa al juicio, no solo es erróneo: es contraproducente. El colapso judicial no se resuelve con más trámites previos mal diseñados, sino con reformas profundas que esta ley no aborda. Al desviar el foco hacia la mediación (entre los MASC) como solución milagrosa, se ha distorsionado su propósito y su naturaleza.
Lo que podría haber sido un impulso histórico para la mediación en España ha terminado por desfigurarla hasta casi hacerla irreconocible. Si se hubiera hecho bien el trabajo, la mediación se habría planteado en esta ley como una asistencia obligatoria a la sesión informativa, pero no al procedimiento de mediación en sí. Ahí reside, en esencia, el error. Informar no compromete. Obligar a participar, sí. Y en ese giro forzado, la ley ha dejado de comprender la naturaleza libre y voluntaria que da valor real a la mediación.
El legislador, en su afán de normalizarlo todo, de establecer criterios y marcar límites, ha terminado por asimilar —peligrosamente— aquello que era flexible, creativo y adaptado a las personas, a lo mismo que pretendía evitar: un procedimiento rígido, desconectado de la realidad del conflicto humano. No olvidemos que en los juzgados anida, muchas veces, la desconfianza. Y si trasladamos esa misma lógica a la mediación, perderemos lo único que la hace diferente: su capacidad de generar confianza desde la libertad.
Uno de los mayores retrocesos de esta nueva ley es la forma en que elimina, sin pudor, dos de los pilares fundamentales de la mediación: la voluntariedad y la confidencialidad.
Ya no se habla de voluntariedad como principio rector, como recogía con claridad el anterior artículo 6 de la Ley 5/2012. Ahora directamente se elimina y se sustituye por fórmulas que lo diluyen: se habla de "requisito de procedibilidad", como si la mediación fuera una casilla que hay que marcar para poder ir a juicio, en lugar de un camino propio, alternativo, elegido con libertad. Es una barrabasada jurídica y conceptual. La voluntariedad —aquí y en todo el mundo— es la esencia misma de la mediación. No es una condición formal, sino el cimiento ético y práctico sobre el que se construye todo el procedimiento. Sin voluntad real, sin libertad para entrar y para salir, la mediación deja de ser mediación y se convierte en un trámite forzado, sin alma ni eficacia.
Esta ley tenía una gran oportunidad: haber obligado a las partes a informarse, pero no a mediar. Imponer la asistencia a una sesión informativa —como han hecho otras legislaciones — es sensato, proporcional y ha funcionado: permite conocer la herramienta sin vulnerar su fundamento. Pero al imponer el procedimiento sin asegurar que la decisión de entrar sea libre, se desfigura la mediación y se la aleja de lo que realmente es.
Convertirla en un requisito procesal burocrático, sin asegurar al mismo tiempo la protección de su carácter confidencial, es despojarla de su fuerza transformadora. Es ignorar siglos de evolución en resolución pacífica de conflictos y es, sobre todo, no entender nada del valor que tiene ofrecer un espacio donde las personas deciden, por sí mismas libremente, cómo resolver sus diferencias.
Especialmente preocupante es la manera en que esta ley debilita el principio de confidencialidad, al introducir la excepción que permite levantar el velo para justificar por qué no han alcanzado un acuerdo las partes, cuando se esté tramitando una impugnación de la tasación de costas. Esta inclusión es un error grave. La confidencialidad no es una cuestión accesoria: es la base sobre la que las partes se sienten seguras para expresarse con libertad, explorar soluciones y reconocer, si lo desean, sus propias contradicciones.
La confidencialidad no es un lujo ni un detalle técnico. Es el corazón de la confianza que hace que las partes puedan abrirse, explorar opciones y, a veces, reconocer sus propias debilidades sin temor a represalias. Cuando se convierte la mediación en un trámite previo, obligatorio, y encima sin garantías de confidencialidad, lo que era una oportunidad se puede convertir en una trampa.
En lugar de socavar los principios de la mediación, no hubiera sido mejor ofrecer incentivos reales, como ventajas fiscales, que animaran a las personas y empresas a acudir libremente a mediación. Eso sí sería eficiencia con visión.
En nombre de la eficiencia, se ha introducido inseguridad jurídica y se ha desnaturalizado la herramienta. Lejos de fomentar la mediación, esta ley corre el riesgo de matar su esencia.
Y sin embargo, la mediación sigue viva.
Porque hay personas, profesionales y empresas que siguen creyendo en este camino. Que siguen apostando por un modelo donde se respeta la confidencialidad, se preserva la voluntariedad, y se busca de forma honesta y rigurosa el beneficio común. La mediación no desaparecerá por una ley mal concebida. Sobrevivirá —como ha hecho siempre— gracias a quienes comprenden su valor, la practican con integridad y siguen sembrando confianza.
Y si hay algo positivo que rescatar de esta ley, es que, al menos, ha obligado a hablar de mediación. Se podría haber hecho mucho mejor. Sin duda. Se podría haber hecho bien.
Aun así, la mediación seguirá avanzando, no porque la ley la impulse, sino porque cada vez más personas valoran formas distintas de resolver sus conflictos: más humanas, más honestas y más eficaces. Su futuro no depende solo de quienes la practicamos, sino de una sociedad con criterio, que exige ser bien asesorada y que sabe reconocer cuándo un recurso es el adecuado y cuándo no.
Dependerá de nuestra capacidad colectiva para distinguir lo obligatorio de lo útil, lo formal de lo transformador, y lo que alivia a nuestro sistema judicial de lo que realmente cambia la vida de las personas.
En ese camino, la mediación no solo seguirá teniendo sentido: será imprescindible. Porque cuando se hace bien —con rigor, con libertad y con respeto— la mediación no solo resuelve conflictos: previene rupturas, protege relaciones, cuida la salud emocional de quienes participan, y ofrece soluciones sostenibles que los tribunales no pueden proporcionar.
Eso es lo que está en juego. No un trámite. No una obligación. Sino la posibilidad de construir una cultura de diálogo que transforme, de verdad, cómo nos relacionamos y cómo enfrentamos nuestras diferencias.